1. Entender el acoso escolar como una situación límite, en que la víctima se encuentra a un paso del precipicio, supone eludir el calvario que hasta uno de cada cuatro escolares señala sufrir en nuestras aulas. Burlarse de otro, insultar, menospreciar o ridiculizar son comportamientos socialmente inaceptables que, frente al principio de no intervención o no injerencia, deberían encontrar el rechazo de los adultos y la contundencia del sistema escolar.
2. Menospreciar la violencia psicológica y social que precede en todos los casos a la violencia física es desconocer la gravedad de las secuelas que el desprecio y la humillación producen en el niño. Entre los posibles daños asociados no sólo se encuentran el autodesprecio y el riesgo de suicidio, sino también la ansiedad, la disminución de la autoestima, los cuadros depresivos y el más temible cuadro de estrés postraumático que, cronificado, se puede arrastrar hasta la vida adulta y afectar al desarrollo social, laboral, intelectual y emocional de quien lo sufre.
3. Exigir la presencia de daños clínicos en la víctima como criterio para diagnosticar la existencia de un cuadro de acoso escolar es desconocer la naturaleza misma del problema. La herramienta de evaluación utilizada para identificar el acoso escolar ha de basarse en conductas objetivas de hostigamiento que se producen de manera frecuente o habitual con independencia del daño psicológico o de la personalidad previa del niño acosado.
4. Aún hoy, en las noticias sobre el llamado «caso Jokin», se afirma que «Jokin no tuvo la astucia ni la picardía» o «las familias no se entendieron», pudiendo leer entre líneas el sesgo que consiste el denominado error básico de atribución que pretende encontrar en la víctima la responsabilidad última del maltrato recibido y con ello la evidencia de que las conductas de hostigamiento tienen alguna justificación. El proceso se repite en las noticias en las que se afirma que «se trataba de un ajuste de cuentas». Ello permite mantener la «ilusión» de que «todos estamos a salvo», o que «eso a mí no me podría suceder» puesto que no he hecho nada.
No se trata de un ejemplo aislado, sino del proceso que sistemáticamente se repite en todos y cada uno de los casos de acoso escolar imputando al niño que es víctima del hostigamiento los rasgos y características que le hacen ser percibido como merecedor y responsable del maltrato que se le inflige. Su entorno escolar, incluidos los adultos, participan de este cómodo proceso de victimización que hace responsable al niño y a su familia de la situación de hostigamiento.
Es por ello que cuando el acoso escolar no se detiene en sus fases iniciales escala hasta convertirse en un proceso de linchamiento colectivo en el que se suele encontrar envuelta hasta la familia del menor.
En demasiados casos, la familia del niño acosado no puede detener el proceso de victimización secundaria en el que su hijo es erróneamente diagnosticado e incluso tratado con medicación, como neurótico, introvertido, agresivo o carente de habilidades sociales. Tratando de encontrar la causa del acoso en el niño que es víctima de él, se le saca de clase para ir a ver al psicólogo, se le señala ante sus padres como un niño difícil, insociable, depresivo o que presenta necesidades educativas especiales y le falta asertividad: «Le agreden porque no sabe relacionarse ni defenderse»... Se instruye el caso de violencia escolar contra el niño (haciendo «registro de patio» al acosado) con cargo a la evaluación de lo que el niño es o de la forma incorrecta en que enfoca el problema y no con cargo a la verificación de las conductas de acoso y violencia escolar que recibe en su entorno escolar por parte de sus compañeros.
El diagnóstico de AVE (Acoso y Violencia Escolar) ha de estar basado en conductas observables, medibles y objetivas, y no en el daño psicológico que produce a medio plazo en las víctimas.
Otro de los mitos interesados que impiden una intervención adecuada y eficaz en materia de acoso escolar consiste en hablar de conflicto o desencuentro aplicando como supuesta panacea la mediación para su resolución. Sin embargo, cuando hay una víctima y un agresor no es posible hablar de conflicto, ni buscar en la mediación llegar a un acuerdo y acercar posiciones.
En el acoso escolar son absolutamente prioritarias la protección inmediata de la víctima y la sanción también inmediata de cualquier atentado a la dignidad por parte de un compañero o del profesor. No proteger de forma efectiva a la víctima, viendo ésta que una y otra vez quedan impunes y se repiten los comportamientos de acoso y violencia contra ella, termina generando la indefensión que desencadena el cuadro de estrés postraumático infantil.
Volviendo al caso de Jokin y a la dimensión jurídica del acoso escolar (el CGPJ celebra en septiembre unas jornadas formativas para magistrados en las que se tratará la responsabilidad civil y penal tanto en el mobbing laboral como en el acoso escolar), debemos recordar que la institución escolar tiene el derecho y el deber de ser un lugar seguro para poder maximizar en sus alumnos la oportunidad de aprender, y que son las autoridades educativas las que deben establecer planes integrales de prevención contra el acoso escolar a través de los cuales se pueda hacer efectiva la posición de garante.
No deja de ser paradójico exigir responsabilidades a un profesor al que se ha privado hace ya mucho tiempo de la capacidad de sancionar de forma inmediata por las sucesivas reformas educativas que lo han dejado inerme ante la violencia.
La prevención del acoso y la violencia escolar pasa por deslegitimar la violencia y retirar el rédito social que las conductas violentas reportan al niño. Lo demás suena a música celestial y a eufemismos que pretenden camuflar la realidad de la violencia en las aulas bajo bonitas palabras, aunque sean palabras de la ministra de Educación.
(*) Profesor de la Universidad de Alcalá y codirector del estudio «Violencia y acoso escolar en España»